miércoles, 23 de abril de 2008

La izquierda errante en busca de la ciudad futura

1. Izquierda y ciudad. Solo encontramos si sabemos lo que buscamos. Un principio epistemológico elemental. O no tanto. Bachelard nos dice que investigar es buscar lo que está escondido, pero mientras lo buscamos difícilmente podemos precisar de qué se trata. Para algunos que nos ocupamos de la ciudad lo que nos atrae especialmente de ésta es que es el lugar de la libertad y de la aventura posibles de cada uno, la multiplicación de los encuentros imprevistos, de los azares insospechados. La ciudad puede sorprendernos en cada esquina (Breton) y allí queremos vivir “per si hi ha una gesta” (Salvat Papasseit). La ciudad es vivencia personal y acción colectiva a la vez. Sus plazas y calles y sus edificios emblemáticos son el lugar donde la historia se hace, el muro de Berlín, la plaza Wenceslas de Praga, el Zócalo mexicano, la plaza Tienanmen… Y si miramos a un pasado más lejano el palacio de Petrogrado y las escaleras del Potemkin o la Bastilla y el salón del Jeu de Paume junto a la Concorde del París revolucionario. Precisamente en este salón se proclamaron Les droits de l’homme “los hombres nacen y se desarrollan libres e iguales”. El mito originario de la ciudad es la Torre de Babel, gentes distintas pero iguales, juntas construyendo su “ciudad” como desafío al poder de los dioses, como afirmación de independencia. Ciudadanos son los que conviven, libres e iguales, en un territorio dotado de identidad y que se autogobierna. A una pregunta televisiva, imprevista y en directo sobre como definiría el “socialismo” Mitterrand respondió escuetamente: “es la justicia, es la ciudad”. La ciudad pues es una metáfora de la izquierda, en su doble dimensión individual y social, lírica y épica. La ciudad es cálida y es el contrapeso a la democracia que es frígida (Dahrendorf). La ciudad como el socialismo tienen por vocación maximizar la libertad individual en un marco de vida colectiva que minimice las desigualdades. La ciudad humaniza el ideal socialista abstracto, introduce el placer de los sentidos a la racionalidad sistemática, los deseos íntimos de cada uno modulan los proyectos colectivos. En la ciudad el héroe es el personaje de Chandler: duro y tierno: “si no fuera duro, señora, no estaría vivo, y si no pudiera ser tierno no merecería estarlo”. La ciudad como metáfora de la izquierda nos interesa especialmente pues permite enfatizar algo que es común o necesario a ambas: la dimensión sentimental y sensual, cordial y amorosa, individualizadora y cooperativa, plural y homogeneizadora, protectora y securizante, incierta y sorprendente, transgresora y misteriosa. Y también porque vivimos una época en que no es casual que ciudad y izquierda se nos pierdan a la vez, parece como si se disolvieran en el espacio público, en sentido físico y político. Si la ciudad es el ámbito generador de la innovación y del cambio es en consecuencia el humus en el que la izquierda vive y se desarrolla, en tanto que fuerza con vocación de crear futuros posibles y de promover acciones presentes. La ciudad es a la vez pasado, presente y futuro de la izquierda. Y no tener un proyecto y una acción constante de construcción de la ciudad, que se nos hace y se nos deshace cada día, es un lento suicidio. 2. La disolución paralela de la ciudad y de la izquierda. La revolución urbana que vivimos es una de las principales expresiones de nuestra época. No nos extenderemos sobre una temática ampliamente tratada, incluso por el autor de esta nota (1). Las nuevas regiones metropolitanas cuestionan nuestra idea de ciudad: son vastos territorios de urbanización discontinua, fragmentada en unos casos, difusa en otros, sin límites precisos, con escasos referentes físicos y simbólicos que marquen el territorio, de espacios públicos pobres y sometidos a potentes dinámicas privatizadoras, caracterizada por la segregación social y la especialización funcional a gran escala y por centralidades “gentrificadas” (clasistas) o “museificadas”, convertidas en parques temáticos o estratificadas por las ofertas de consumo. Esta ciudad, o “no ciudad” (como diría Marc Augé) es a la vez expresión y reproducción de una sociedad a la vez heterogénea y compartimentada (o “guetizada”), es decir mal cohesionada. Las promesas que conlleva la revolución urbana, la maximización de la autonomía individual especialmente, está solamente al alcance de una minoría. La multiplicación de las ofertas de trabajo, residencia, cultura, formación, ocio, etc., requieren un relativo alto nivel de ingresos y de información así como disponer de un efectivo derecho a la movilidad y a la inserción en redes telemáticas. Las relaciones sociales para una minoría se extienden y son menos dependientes del trabajo y de la residencia, pero para una mayoría se han empobrecido, debido a la precarización del trabajo y el tiempo gastado en la movilidad cotidiana. Esta nueva sociedad urbana no está estructurada en grandes grupos sociales como los que caracterizaban la sociedad industrial. Es una sociedad individualizada, segmentada, fracturada entre los que temen perder sus rentas de posición, mediocres privilegios y seguridades vulnerables y los que viven en precario, en sus trabajos y en sus derechos, sin otro horizonte vital que el de la incertidumbre, sin otra garantía que la de no poder alcanzar el nivel de sus expectativas. Es una sociedad que necesita del Estado del bienestar, pero precisamente éste no llega, o no lo suficiente, a los que más lo necesitan. El muy loable propósito de defender el Estado del bienestar como “nuestro Estado de derecho” (2) olvida que este programa no garantiza el “bienestar”, por insuficiente o inadaptado a las necesidades de hoy a gran parte de los que más lo necesitan: los mileuristas y los desocupados, los jóvenes que no pueden acceder a la vivienda y los inmigrantes sin derechos reconocidos, los fracasados de la escuela y los excluidos por la fractura digital. Y los que viven en el círculo vicioso de la marginación, en urbanizaciones periféricas o en barrios degradados, lejos de todo y demasiado cerca de los que viven la misma situación o peor que ellos. En estos espacios urbanos y en estas sociedades atomizadas la izquierda se pierde. Por medio de una gestión municipal correcta, atenta a sus electores, más reproductora que innovadora (más de lo mismo), mantiene su presencia institucional. Y por medio de la televisión reproduce un apoyo electoral general facilitado por el extremismo reaccionario de la oposición conservadora. Pero hay disolución de su presencia como fuerza social, cultural y política, por falta de arraigo militante en el territorio, especialmente entre los sectores sociales más discriminados en unos casos y más reactivos en otros. Y, sobre todo, hay disolución de su discurso. Si hay crisis de la ciudad (riesgo de degeneración y oportunidad de re-creación a una escala mayor) la izquierda debiera proponernos en el presente un proyecto de ciudad futura. Es indudable que los gobiernos locales progresistas han sabido desarrollar políticas positivas en la ciudad compacta heredada, especialmente de reconstrucción de los espacios públicos y de mantenimiento relativo de la mixtura social y funcional. Pero la izquierda, desde los gobiernos o desde la oposición, no es capaz de proponernos políticas de resistencia y alternativa a los efectos perversos de la globabalización que se manifiestan especialmente en los territorios donde se está desarrollando la ciudad futura, los vastos espacios urbanizados sin calidad de ciudad. Al contrario, mediante políticas sectoriales y cortoplacistas acaba sometiéndose a la lógica segregadora y excluyente del mercado y contribuye en muchos casos a la disolución de lo ciudadano. A lo que gobernantes (derechas e izquierdas confundidas) y grandes empresas añaden en nombre de la competitividad y del marketing urbano la ostentación arquitectónica, el neomonumentalismo de exportación, que banalizan la ciudad y alienan a los ciudadanos, puesto que en muchos casos esta arquitectura de autor parece destinada a provocar sentimientos de expropiación en vez de la identificación o la emoción integradoras. Las cúpulas políticas, en especial las de izquierdas, periódicamente declaran que hace falta construir una gobernabilidad metropolitana para construir la ciudad del futuro. Pero cuando gobiernan evitan hacerlo pues parece que a la mayoría ya les va bien la fragmentación y la superposición de organismos actuales. Solo nos proponen proyectos de arquitectura institucional sin otra lógica que la burocrática (o la personal) de los que las defienden. Véase el lamentable espectáculo que nos ofrece la política catalana incapaz de proponer soluciones avanzadas sobre la organización del territorio, la gobernabilidad metropolitana, la legislación electoral, la participación ciudadana y la racionalización administrativa. La cultura estatista y partitocrática es común a los que proceden de la tradición social-demócrata como a los que han adherido al social- liberalismo. Sus líderes políticos e intelectuales se mueven entre las abstracciones del Estado, de la economía global y de las encuestas de opinión. La ciudad de carne y hueso, de gentes con deseos y necesidades que se entremezclan en cada uno de ellos y que demandan respuestas integradas y próximas les queda muy lejos. Cerca, en el mejor de los casos están los gestores locales del día a día, inevitablemente conservadores de lo único que tienen, la proximidad, que no es suficiente para enfrentarse con las dinámicas actuales que reducen las libertades urbanas y acrecientan las desigualdades en el territorio. 3. Conflictividad en el territorio y asimetría política. Es casi un lugar común en Europa la idea de que la contradicción propia a nuestras sociedades se ha trasladado del ámbito de la empresa al del territorio, es decir de la contradicción capital-trabajo a la de las políticas públicas (por acción u omisión)-condiciones de vida (reproducción social). Sin embargo esta contradicción aparece confusa por la multiformidad de los objetos o materias que la expresan, tan dispares como la vivienda y la seguridad, el trabajo precario y la inmigración, la protección del medio ambiente o el patrimonio y la movilidad. Una confusión que dificulta la construcción de proyectos simétricos oponibles. A esta asimetría se añade la derivada de la diversidad de sujetos, con intereses a su vez contradictorios y que difícilmente son capaces de definir un escenario compartido en el que negociar el conflicto (solamente si el conflicto se agudiza y en casos puntuales). Denominamos esta conflictividad como asimétrica cuando los actores en confrontación no pueden definir objetivos negociables o no están en medida de asumir responsabilidades. Un caso extremo de conflictividad es cuando se da una rebelión “anómica” (por ejemplo las protestas de los “banlieusards” de Paris). Y un ejemplo de conflictividad sin contraparte que asuma responsabilidades es cuando hay una diversidad confusa de actores como ocurre actualmente con el conflicto de las infraestructuras en Catalunya. Se puede argumentar que esta problemática afecta a la izquierda, que se encuentra con frecuencia entre y en las distintas partes en conflicto pero que difícilmente puede evitar esta situación puesto que lógicamente está en las instituciones y también representa a la ciudadanía implicada. Pero la cuestión que interesa en este caso no es la complejidad del conflicto sino la debilidad de las políticas de la izquierda institucional en estos casos. Una debilidad que se deriva más de la inconsistencia teórica y la laxitud de los valores morales que del carácter de las personas o las opciones coyunturales de los partidos. Una debilidad de los principios y de los valores que conduce al oportunismo electoral y a la gestión rutinaria. Veamos un conjunto de cuestiones conflictivas, que se expresan en ámbitos territoriales de proximidad. Temas que pueden servir como test para evaluar si la izquierda es portadora de un proyecto de futuro más democrático o es simplemente una gestora del presente, con sus progresos adquiridos y sus contradicciones y retrocesos permanentes. La precariedad del trabajo. La evolución de la economía de mercado ha “naturalizado” la precariedad del trabajo asalariado, la consecuente desvalorización del puesto de trabajo y del proceso adquisitivo de la cualificación profesional. La izquierda gobernante ha implementado medidas correctoras de los efectos más negativos de la precariedad (seguro de desempleo, programas de formación continuada, duración mínima de los contratos de trabajo, reducción de la jornada, etc.) pero no es portadora de un proyecto global valorizador del trabajo y de la profesionalidad de todas las actividades como han planteado algunas corrientes sindicales (por ejemplo Trentin, exsecretario general de la CGIL, la confederación italiana). Por otra parte si tenemos en cuenta la entrada tardía en el mercado de trabajo, los casi inevitables periódos de desocupación que acechan a gran parte de la población activa y la jubilación de personas cuando aun disponen de dos o más décadas de esperanza de vida plantea la cuestión de la necesidad de unos ingresos mínimos garantizados. Actualmente las desigualdades y las incertidumbres caracterizan los actuales sistemas de pensiones. La propuesta de una renta básica universal es seguramente discutible en su concepción y de difícil implementación pero indica la existencia de un problema que requiere una solución global. La vivienda y el suelo. La vivienda es un derecho básico recogido en los textos constitucionales y en las cartas de derechos humanos pero solamente es un principio orientador de las políticas públicas, es decir se trata de un “derecho programático”, no garantizado por el Estado de “derecho”. Hoy se ha convertido en uno de los grandes problemas sociales para amplios sectores de la población y al mismo tiempo una de las principales fuentes de beneficios especulativos, tanto del capitalismo financiero como de un extenso y variopinto mundo de propietarios de suelo, promotores y constructores. La urbanización, la construcción de viviendas y las obras civiles son seguramente el principal factor de corrupción política y social. En España, bajo gobiernos de izquierda y de derecha se ha destruído por igual el paisaje costero, la urbanización extensiva ha favorecido la mayor especulación del suelo de nuestra historia, se han construído centenares de miles de viviendas que no tienen comprador o localizadas tan lejos de los centros de trabajo y de servicios que generan altos costes sociales y ambientales. La izquierda ha abandonado sus objetivos clásicos: propiedad pública del suelo urbanizable y urbano, prioridad a las viviendas de alquiler (que no debiera superar el 10% de los ingresos familiares), continuidad y mixtura de los tejidos urbanos, etc. Y cuando se proponen medidas correctoras, como la reciente legislación sobre las plusvalías urbanas, son de una timidez increíble (recuperación por parte del sector público del 15% de estas plusvalías! ¿porqué no del 90 o del 100%?). La reciente ley catalana sobre el “derecho a la vivienda”, cuyo proyecto no iba más allá de otras leyes similares vigentes en los países occidentales, ha sido desnaturalizada tanto en el debate parlamentario como en la negociación social. En estos casos la mayoría de los representantes de la izquierda, tanto aquí como en Madrid, han demostrado convicciones muy débiles frente a los intereses privados. No encontramos hoy en la izquierda una comprensión clara sobre “el derecho a la vivienda” y menos aún sobre “el derecho a la ciudad”, una cuestión de la que depende nuestro futuro como izquierda. Las infraestructuras y movilidad de los ciudadanos. El actual debate sobre las infraestructuras parece centrarse en una disputa sobre el nivel institucional al que corresponde la principal responsabilidad de gestión. Sin duda es un tema importante y parece probable que una gestión de proximidad de las redes ferroviaria y viaria, de los puertos y de los aeropuertos sería sin duda más eficaz al estar más sometida al control social. Pero no es un debate derecha-izquierda y sorprende que ambas coincidan en las mismas propuestas “incrementalistas” a pesar de que en muchos casos suponen costes sociales y ambientales difícilmente sostenibles. Parecería lógico que la base de partida de la izquierda fuera el reconocimiento del “derecho a la movilidad”, hoy fundamental, que debe considerarse un derecho universal, para todos, para cada día y a todas las escalas. En consecuencia debería priorizarse la movilidad más masiva y más cotidiana, como son las redes de cercanías, lo cual no sucede ahora. Las infraestructuras son también el principal motor de la urbanización y corresponde especialmente a la izquierda favorecer los desarrollos urbanos apoyados en la compacidad de los tejidos urbanos. No es así, los ejemplos en España y en Catalunya indican que no se asume ni el derecho a la movilidad ni el buen uso de las infraestructuras para hacer ciudad. En España se mantienen los modelos radiocéntricos y la política del “caballo grande, ande o no ande”. Y en Catalunya es suficiente analizar los programas viarios para constatar que sirven más a la especulación inmobiliaria que al derecho a la ciudad. La seguridad ciudadana. De nuevo nos encontramos con discursos y prácticas que se caracterizan por las ambivalencias, las contradicciones y finalmente la sumisión a valores y comportamientos más propios de una derecha conservadora y excluyente, que excita los estados de opinión más primarios. La creación de ambientes seguros es un derecho fundamental para el conjunto de la población y es una obligación de las políticas públicas garantizarlo. Especialmente para los colectivos que por razones diversas son más vulnerables, sufren discriminaciones y demandan protección. Pero la inseguridad procede de muchas causas: desocupación o precariedad del trabajo, entorno urbano inhóspito, pobreza, presencia de colectivos culturalmente distintos y percibidos como potencialmente “peligrosos”, debilidad del tejido social, etc. Por otra parte vivimos en una época en que la política del “miedo” se ha convertido en un instrumento manipulador de la opinión pública por parte de los gobernantes más reaccionarios. Lamentablemente esta política ha contaminado a las izquierdas gobernantes y en bastantes casos han asumido el discurso securitario y la práctica de la represión preventiva en contra muchas veces de los colectivos más vulnerables. El ejemplo más próximo y más escandaloso es el de las Ordenanzas para la convivencia aprobadas por el Ayuntamiento de Barcelona, en las que se criminaliza a colectivos sociales enteros (vendedores ambulantes, prostitutas, mendigos, limpiacristales, sin techo, etc) y se imponen sanciones tan exageradas como inaplicables (3). Todo ello en nombre del “ciudadano normal” que tiene derecho “a no ver aquello que le disgusta”. Unas ordenanzas que la dirección del PSOE ha declarado que deberán servir de modelo a todos los ayuntamientos de España en los que participe en el gobierno. Incluso han sido bien recibidas por otros gobernantes de la izquierda europea como el alcalde de Bolonia, durante décadas considerada la ciudad modelo de la gestión progresista. Entendámonos: no se trata de defender una política permisiva, todo lo contrario. Creemos que la policía de proximidad, la justicia local rápida, la sanción inmediata de los comportamientos incívicos, etc. forman parte de unas políticas públicas que deben ser propias de la izquierda pues afectan a la gran mayoría de los ciudadanos. Pero la base de partida debe ser la consideración de todos los ciudadanos por igual, la protección de los más débiles y la construcción de unos ámbitos de convivencia que promuevan el conocimiento mutuo, la cooperación entre los ciudadanos y la solidaridad con los más débiles o discriminados. Curiosamente las “ordenanzas” citadas si bien proclaman al inicio su intención de sancionar los comportamientos racistas o xenófobos luego se olvidan de concretar esta buena intención en el articulado. El derecho a la seguridad hoy no parece que por ahora esté elaborado y asumido por la izquierda gobernante como propio, simplemente se apunta a la ideología y a las prácticas más conservadoras. Una ideología y unas prácticas que criminalizan a los pobres, a los jóvenes sin horizontes de los sectores populares y a los inmigrantes. La Escuela pública y la religión. La Escuela pública, obligatoria y laica ha sido históricamente una de las grandes conquistas de la izquierda, en su triple objetivo. Garantizar una formación básica para todos los ciudadanos como medio de promover un desarrollo económico y social más justo y más eficaz. Crear un mecanismo de movilidad social ascendente al alcance de los sectores populares y de los colectivos que sufren discriminación y exclusión. Y por último formar ciudadanos para la democracia, mediante una educación que no imponga creencias que pretendan monopolizar la verdad y que signifiquen menosprecio para otras de signo diferente. Actualmente la combinación entre los afanes de distinción de los sectores sociales acomodados por una parte y el accesos al sistema educativo de los sectores populares, incluidos los procedentes de la inmigración, ha provocado una fuerte fractura en el sistema educativo. A ello ha contribuido el nefasto comportamiento de una parte importante de la Iglesia católica, defensora de privilegios heredados de la dictadura y convertida en gran empresa que ha hecho de la enseñanza un negocio y una fuente de poder y de influencia. La izquierda institucional ha entrado en este juego, políticamente y también personalmente. Envía a sus hijos a la escuela privada, incluso religiosa, y admite que las escuelas concertadas practiquen la discriminación (por ejemplo respecto a la población inmigrante) y incluso incluyan en sus enseñanzas obligatorias la religión. Esta debilidad ha traído consigo un retroceso progresivo del laicismo y ha permitido que incluso se admita la enseñanza de la religión (no la historia de las religiones) en la escuela pública. El resultado es que ninguno de los tres objetivos de la escuela pública, obligatoria y laica se cumplen. Los servicios públicos urbanos y la sanidad: las multinacionales contra la democracia. Lo sabemos todo el mundo y es profecía: existen unas relaciones oscuras, importantes nichos de corrupción pública y posiciones privilegiadas de grandes empresas de servicios que generan enormes beneficios privados que pesan sobre los contribuyentes y sobre la calidad de las prestaciones. Es indiscutible que uno de los principales avances promovidos por la izquierda y su proyecto, hoy ya histórico, del “estado del bienestar, ha sido el establecimiento de un sistema de servicios públicos “universales” o de interés general. Este sistema está hoy afectado de un proceso de deterioro creciente debido principalmente a dos factores. Primero la relativa inadecuación de la oferta a las nuevas realidades urbanas caracterizadas por la difusión del habitat y la mayor escala de la segregación social. Las poblaciones menos solventes estarán peor servidas tanto en transporte público como en equipamientos socio-culturales y también en acceso a las actuales tecnologías de información y comunicación (la “fractura digital). Y segundo: las situaciones de monopolio de facto garantizan una impunidad que permite que los deficits de inversión y de mantenimiento fragilicen las prestaciones como ocurre ahora en agua y energía. Y no deja de ser una escandalosa paradoja que estas mismas empresas de servicios utilicen las políticas públicas de cooperación para instalarse en países menos desarrollados en los que fuerzan contratos leoninos y transfieren tecnologías costosas y poco adecuadas . La cultura de izquierda debiera recuperar algo tan elemental y que forma parte de su razón de ser como es la propiedad colectiva de bienes básicos de la humanidad, por lo menos de los 4 bienes clásicos: el agua, el aire, el suelo y el fuego (la energía en términos actuales). No es posible que estos bienes sean objeto de apropiación privada y en consecuencia de lucro para unos y de exclusión para otros. La gestión del agua es privada y una parte importante de la población del mundo no tiene agua potable por no poder pagarla. Se compra el derecho a contaminar y los países dominantes contaminan así a las poblaciones más pobres. La propiedad privada del suelo es uno de los principales factores generadores de marginación social, de especulación privada y de corrupción pública. Y las mayores fortunas se generan en los sectores energéticos y se distribuyen según los niveles de solvencia de las demandas, con la paradoja que en muchos casos las poblaciones y los territorios productores de fuentes energéticas no pueden acceder a las mismas. La sanidad pública merece una reflexión específica. Una de las conquistas del estado del bienestar es que garantiza la atención a toda la población (incluida la que no tiene reconocida la ciudadanía). Este sistema que sufre hoy de un evidente agotamiento, por sus altos costes de mantenimiento y por su organización administrativa poco adecuada pues se caracteriza por una oferta dirigida a demandas masivas y no siempre adaptada al tratamiento de situaciones locales y poblaciones heterogéneas. Se ha producido un considerable aumento de la demanda debido a la tendencia a la medicalización de cualquier malestar y por los progresos de la atención médica asi como por el debilitamiento de la estructura familiar y el acceso de la mujer al trabajo fuera de casa. Ante esta crisis se han tendido a dar respuestas economicistas y gestoras, basadas en la privatización de la atención y en la autonomía de los centros. Sin entrar ahora a discutir estas tendencias nos llama la atención una omisión: la negativa influencia de las multinacionales de la industria farmacéutica que estimulan la hipermedicalización, excluyen a las demandas menos solventes del acceso a muchos medicamentos y multiplican sus beneficios a costa precisamente de los contribuyentes que alimentan los fondos públicos y privados asistenciales. La cuestión de las multinacionales es más general pero el caso de la industria farmaceútica es probablemente de los más escandalosos y tiene una dimensión vinculada a la cotidianidad y a un derecho tan básico como la salud. Sería lógico esperar que la izquierda, tanto en la escala local como en la global, tuviera una posición de denuncia y confrontación con estas multinacionales, promoviendo urbi et orbi los medicamentos genéricos, difundiendo las fórmulas para que éstos llegaran a todos los países más pobres, imponiendo condiciones a la producción y distribución de medicamentos fabricados por el sector privado, creando redes locales de distribución alternativa y priorizando la investigación en los centros públicos. Y en general, que se nos evitara la vergüenza de ver tratar a las empresas multinacionales (las financieras, las de servicios, las energéticas, etc) como representantes del interés nacional por el hecho de tener su origen en el país (como actúan ahora, gobierno, partidos políticos y medios de comunicación en relación a las nuevas políticas que emergen en América latina). La inmigración. El discurso y la práctica de la izquierda institucional es en este caso de una ambigüedad que va más allá de la inevitable consideración de los límites que tanto los marcos económico y legal (nacionales y europeos) como el estado de la opinión pública imponen a una política de la inmigración. Se practica la contradicción o el doble discurso entre los principios que se proclaman y las normas que se imponen. Véase si no la ley de extranjería que promovió el gobierno socialista en los años 80: en la exposición de motivos se decía que el objetivo era reconocer y proteger los derechos de los inmigrantes mientras que el texto articulado era un compendio de limitaciones al ejercicio de derechos básicos. Se hacen declaraciones oportunistas e hipócritas negando la regularización de los “ilegales” cuando todos sabemos que es inevitable que la población establecida en el país, que trabaja y paga impuestos, acabe siendo regularizada, lo cual deberá hacerse periódicamente. Se omiten los injustos costes sociales que debe asumir este ejércitos de reserva de mano de obra que trabaja en precario mientras espera que al cabo de unos años sea regularizado. Se ponen trabas a derechos tan básicos como el reagrupamiento familiar o el ejercicio de los derechos sindicales. No reclamamos que la izquierda practique una política de puertas abiertas en permanencia pero si que admita el derecho de los habitantes del mundo a tener un proyecto de vida propio y establezca cauces regulares y dignos para recibir una población que igualmente llega a nuestros países desarrollados. También aquí faltan principios claros y los más importantes son los que se refieren a los derechos de los inmigrantes. El derecho a la dignidad, al reconocimiento de su identidad, el trato basado en la “acción positiva” para facilitar su proceso integrador, la sanción al maltrato provenga de la sociedad civil o de los funcionarios públicos, la difusión de sus valores y de sus aportes al país al que llegan. Por ejemplo: los datos nos dicen que el nivel medio educativo de los inmigrantes es superior al de los españoles, y que la tasa delictiva (si excluimos la irregularidad legal) es igual al del resto de la población. La cuestión fundamental desde una cultura democrática es reconocer a los inmigrantes instalados en el país de acogida como ciudadanos de plenos derecho. No hay argumentos admisibles que puedan negar este principio. Para la izquierda es un test ineludible. La población de origen no comunitario con residencia legal debe ser sujeto de los mismos derechos que los nacionales, incluidos todos los derechos políticos. 4.Sobre la reconstrucción de una cultura de izquierdas. Tres reflexiones breves y generales En este breve y apresurado artículo no pretendemos ni mucho menos analizar todos los nuevos desafíos de debe afrontar la izquierda. Solamente indicamos algunos temas vinculados, y no todos, vinculados al territorio de proximidad, el marco de vida habitual de los ciudadanos. La idea central de esta nota es que la izquierda, si quiere ser fiel a sus objetivos históricos de libertad e igualdad, a su vocación internacionalista y de estar al lado de los son a la vez víctimas necesarias y resistentes potenciales de un sistema basado en el despilfarro global y el lucro personal, debe reconstruir sus bases teóricas y sus valores morales. Una línea de trabajo que promete ser productiva es repensar los derechos ciudadanos correspondientes a nuestra época (4). Uno de ellos puede ser el “derecho a la ciudad”, que integra los derechos que hemos citado anteriormente: a la vivienda, al espacio público, al acceso a la centralidad, a la movilidad, a la visibilidad en el tejido urbano, a la identidad del lugar, etc. En otras dimensiones de la vida social, económica y política es preciso reelaborar y precisar “nuevos derechos” que se distinguirán por su mayor complejidad respecto a los tradicionales que sirvieron de emblema a las revoluciones democráticas y a las reformas sociales de la vieja sociedad industrial. Optamos por conceptualizar estos derechos como ciudadanos y no “humanos” por considerar que forman parte del estatuto de ciudadanía, es reconocer a la persona como sujeto de derechos y deberes que le hacen libre en el territorio en el que ha elegido vivir e igual a todos los que conviven en este territorio. Una segunda línea de reflexión es la de repensar el proyecto de sociedad hacia el que se aspira, como un horizonte ideal, más que como un modelo armado (tan especulativo como peligroso). El proyecto de sociedad no se inventa, nace de tres fuentes: la memoria histórica democrática, la crítica teórica y práctica de la sociedad existente y las aspiraciones y objetivos que emergen de los conflictos sociales en los que se expresan valores de libertad y de igualdad. La izquierda, después del fracaso y del justo rechazo de los modelos de tipo “soviético” y del agotamiento del “estado del bienestar” tradicional tiene miedo de pensar un “otro mundo posible”. Sin embargo tanto los ideales históricos del socialismo y del comunismo como las prácticas de los movimientos de los trabajadores y en defensa de la democracia así como las realizaciones del “welfare state” no solo representan un patrimonio positivo sino que son también unas bases para repensar el futuro. Causa vértigo el vacío cultural de la izquierda, que no quiere mirar hacia atrás ni se atreve a imaginar hacia delante. Y en España especialmente. La izquierda institucional teme el debate sobre la memoria histórica y evita la reflexión que cuestione el modelo capitalista despilfarrador que caracteriza nuestro modo de vida. Y finalmente una tercera línea de trabajo requiere vincular en el pensamiento teórico y en la práctica política lo “local” (o nacional” y lo “global” (o internacional). Cuando viajamos a América latina o a Africa, forzosamente debemos pensar en términos “globales”. No solo por la inevitable comparación entre las situaciones que percibimos y las que vivimos en nuestro país. Pero es sobretodo la inmediata comprensión de que las situaciones que golpean nuestra sensibilidad y nuestra razón sabemos que en gran parte son debidas a las relaciones pasadas y presentes con nuestro mundo. Y nos resulta ofensivo regresar y leer las declaraciones de los políticos, incluso de la izquierda, y de los medios de comunicación, incluidos los “progresistas”, defendiendo a occidente, sus sistemas y sus empresas, y denunciando bajo el nombre supuestamente infamante de “populismo” cualquier crítica o amenaza a los intereses neocoloniales de gobiernos y empresas. Si contemplamos a “nuestra izquierda” desde el mundo africano o latinoamericano, siento mucho constatar que nos parece que es una derecha, ignorante, insolidaria, arrogante e injusta. Recuperar el “internacionalismo” en el marco de la globalización es una asignatura pendiente de la izquierda occidental. 5. A modo de epílogo: retorno a la ciudad y elogio del azar. No confío mucho en la disposición a pensar, como se recomienda en el punto anterior, de la izquierda institucional, gestora del día a día y sin otro horizonte que el de las próximas elecciones. Como tampoco creo que la política se construya en los laboratorios de investigación y en los seminarios académicos solo nos quedan los movimientos políticos alternativos (globales) como los que combaten la globalización del mundo real en nombre de otro mundo posible y los movimientos sociales y culturales de resistencia (locales) que defienden identidades o intereses colectivos legítimos pero limitados. Solo nos queda esperar que entre la política institucional, los ámbitos de investigación y debate intelectual y los movimientos globales y locales se generen intercambios y transferencias que pueden sentar las bases de una izquierda pragmática en su acción y radical en sus objetivos. Como no se pueden inventar los puentes entre estos actores tan distintos y tan distanciados solo se me ocurre confiar en el azar. Y en la ciudad. En la “serindipity” de la ciudad. Si no supieran el origen de esta palabra se lo explico (5). La “inventó” el escritor inglés Horace Walpole a partir de un relato, Aventuras de los tres príncipes de Serendip, país que luego se llamó Ceylan y actualmente Skri-Lanka. Los tres príncipes en su viaje descubren, siempre sin buscarlo y por intervención del azar, una multitud de hechos curiosos y muy novedosos para ellos. La “serindipity” puede entenderse como encontrar lo que no se busca (el Viagra es producto de unas investigaciones sobre la hipertensión). O como resultado del azar que establece conexiones imprevistas entre personas o entre éstas y hechos. La serendipity obviamente supone una disposición a observar, aprender, relacionar. Y para que el azar actué es preciso que el medio en el que puede producirse la serindipity sea denso y diverso, que genere múltiples contactos imprevistos, que los sujetos perciban hechos que no forman parte de sus trabajos ni de su cotidianidad, que en cualquier esquina pueda aparecer la sorpresa o la aventura (como dice la cita de Breton que aparece al inicio de este texto). (6) La ciudad, real e imaginaria, la ciudad compacta y heterogénea, se caracteriza por la talla de la población y la velocidad de las conexiones que hace posible, es decir que multiplica las interacciones entre actores muy diversos. El peligro puede residir en un exceso de planificación racionalista, de ordenamiento funcional, de programación de las conexiones, de previsibilidad de los comportamientos. Sennett en una de sus primeras obras ya alertaba contra los efectos perversos del urbanismo funcionalista y reclamaba una ciudad que fuera lugar de encuentros múltiples entre gentes diferentes. Y el director de urbanismo de la City de Londres exponía en un encuentro internacional que los “pubs” eran el lugar más idóneo para la innovación económica y cultural pues los encuentros informales eran muchas veces los más productivos.(7) No proponemos que los militantes pensantes se distribuyan por las cafeterías y suban y bajen de los tranvías. Pero si que hagamos del urbanismo una cuestión “política”. Las dinámicas actuales tienden atomizar la ciudad, a segregar grupos sociales y actividades, a reducir los intercambios entre ciudadanos, substituídos por relaciones entre servicios y usuarios, equipamientos y clientes. Como dice Ascher ”el urbanismo debe producir lugares, momentos y situaciones favorables a la serendiputy”. La ciudad es el lugar de la historia, de la innovación cultural y política, es el entorno en el que se puede recrear y desarrollar la izquierda. Hoy hay tendencias disolutorias de la ciudad y de la ciudadanía. Es el doble desafío al que se enfrenta la izquierda: reinventar la ciudad y reinventarse a sí misma en la ciudad. NOTAS: (1) La ciudad conquistada, Jordi Borja, Alianza Editorial 2003. (2) La izquierda sin crisis, José Mª Ridao, El País, 25-11-2007. (3) Inseguretat ciutadana a la societat de risc, J.Borja, Revista Catalana de Seguretat Pública, nº 16, 2006. (4) Los derechos ciudadanos, J.Borja, Documentos, Fundación Alternativas, Estudios, nª 51, 2004 (incluye una amplia bibliografía). (5) La ville c’est les autres, François Ascher, CCI-Centre Pompidou, 2007 y Examen clinique, journal d’un hypermoderne, Editions de l’Aube, 2007. (6) Nadja, André Breton, Gallimard, 1964. (7)The uses of disorder : Personal Identity and City Life, New York 1970 (versión castellana, Ediciones Península, 1975). La cita del director de urbanismo del Distrito de la City de Londres se refiere a una intervención en el Seminario de Grandes Ciudades, Centro Cultural San Martín, posteriormente publicado por el Gobierno de la ciudad de Buenos Aires (1997).
Jordi Borja es profesor de la Universitat Oberta de Catalunya